Hay
momentos en los que ser viejo es triste, y hay ocasiones en las que
resulta insoportable. Entonces la cabeza se te llena de la añoranza de
todo lo perdido y te ahoga la melancolía del nunca jamás. Nunca jamás
seré el dueño de mi cuerpo como antes lo era, nunca jamás la dulzura de
las noches juveniles, nunca jamás la esperanza de futuro y poderío. Si
eres tan viejo como yo lo soy, todo lo que eres ya lo has sido.
Y
sin embargo, mi querida Lucía, la ancianidad no es un lugar tan
desolado. Hay algo en la misma edad que te protege, algo que te
compensa: cierta aceptación, cierto entendimiento. Por ejemplo, cuando
llegas a vivir tanto como yo, empiezas a comprender la muerte un poco
mejor. Los hombres nos creemos que la muerte es un enemigo que está
fuera de nosotros, un extranjero que nos acecha y que intenta invadirnos
una y otra vez por medio de las enfermedades. Pero no. En realidad no
morimos de algo exterior y ajeno, sino de nuestra propia muerte. La
llevamos con nosotros desde el día en que nacemos y es algo cercano y
cotidiano, tan natural como la vida. Esto que estoy diciendo es la mayor
obviedad del mundo, y sin embargo nuestro cerebro se resiste a
aceptarlo.
Cuando
llegas a vivir tanto como yo, en fin, empiezas a intuir que dentro del
desorden del mundo hay cierto orden. Tal vez sea producto de mi
necesidad, una defensa ante la desolación y el sinsentido, pero lo
cierto es que cada día que pasa me parece más evidente que la armonía
existe. Que por encima del fragor de las pequeñas cosas hay una
serenidad universal, sublime. Tan universal y tan sublime que
ciertamente resulta de poco consuelo cuando el horror se abate sobre
nuestra pequeñez, sobre el aquí y el ahora.
[…] El
mundo no es sólo furor y violencia y caos, sino también esos pingüinos
ordenados y fraternales. No hay que tener tanto miedo a la realidad,
porque no es sólo terrible, sino también hermosa. (Rosa Montero, La hija del caníbal).
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