Yo no sé si usted llegó a mi
vida con la misión expresa de rescatarme de una guillotina inminente, pero es
cierto que su llegada me salvó de escoger entre la muerte y la locura.
La locura: una cárcel distante
cuyas puertas son tanto más nítidas cuanto menos uno se resigna a vivir en el
horror. La locura no brota como una súbita infección en el cerebro. La locura
es aquella enfermedad que sólo nos amenaza cuando ya sus uñas se han alojado en
las entrañas, de modo que pelear contra ella es también despedazarnos el
vientre, oprimirnos los pulmones, perder el miedo a la muerte como se pierde la
inocencia y el amor.
El amor es un bien que no he
perdido. Cuando entre las condiciones que se le ponen al amor no se halla la
correspondencia de quien se ama, y en realidad tampoco puede hallarse ninguna
otra porque se ha decidido amar incondicionalmente, el amor, que por su propia
vehemencia vive más allá de posesiones tan irrelevantes como el bienestar y la
cordura, sólo puede perderse con la vida. No he muerto, luego amo.
Amo a una mujer que no
conozco, y tal vez a ello se deba que no puedo cesar de contemplarla cada vez
que la usencia del mundo me brinda el anestésico de la soledad. Sé que esa
mujer existe, podría dibujar la fachada de la casa donde vive y pienso, porque
aún así lo quiero, que ocupo algún lugar en su memoria; pero a mí la memoria no
me ha servido sino para frenar mis pasos, atar mis ojos al interior de los
parpados y proyectar en ellos la película más obsesiva del mundo: Dalila.
Dalila es un nombre que no
tiene cuerpo. Dalila es la palabra que a diario me visita pero jamás se queda a
dormir. Dalila son seis letras formadas por cuchillos. Dalila es el principio
de la música y el fin de la plegaria. Dalila es ese nombre que un día escribí
en los muros de Dios; desde entonces acaricio su textura, tal como otros recorren
con las manos, boca y ojos a sus mujeres. Dalila se pronuncia degollando la
lengua, y luego acariciándola. Es el nombre que tuve que inventar para ocultar
al otro: el innombrable, aquél que sepulté para ya no decirlo ni pensarlo ni
escribirlo. Y si hoy abandono mi juramento y escribo ese nombre en el sobre
donde habrán de viajar moribundas de miedo estas palabras, lo hago con el solo propósito
de que lleguen hasta usted, aunque con la secreta esperanza de que jamás lo
logren. Quiero pedirle perdón por mi atrevimiento, por mi cobardía y por cada
una de mis debilidades que con seguridad me hacen indigno de habitar sus
recuerdos. Pero antes de narrarle una historia que es más suya que mía, debo también
pedirle perdón por ella, por Dalila.
Dalila es usted. (Xavier
Velasco, Diablo Guardián)